Encrucijadas existenciales
La vida está hecha de encrucijadas.
Cada día se cruzan ante nosotros diversos caminos y continuamente nos
vemos obligados a elegir uno de ellos, sin tener la absoluta certeza de
lo que encontraremos al final del mismo. En el momento de redactar estas
líneas, que había ido hilvanando desde hacía varias semanas, millones
de personas han sido testigos directos, enmudecidos e impotentes, de una
gran tragedia: la muerte provocada de miles de seres humanos que, por
su trabajo u otras circunstancias, se encontraban dentro o en las cercanías
de las Torres gemelas de Nueva York. El 11 de septiembre amanecía como
una jornada soleada de finales de verano del hemisferio norte y el mundo
industrializado calentaba los motores de un nuevo curso. Mientras, muchos
habitantes del Tercer Mundo habían madrugado, un día más, para lograr
el agua o la comida cotidiana, huir de las guerras locales, conseguir
un pasaporte para emigrar a cualquier país rico o trabajar en la rutina
diaria, ignorando tal vez que gran parte de su esfuerzo sirve para pagar
la deuda externa de sus respectivos países.
Ya nada podrá
seguir igual en el inconsciente colectivo del Primer Mundo. Estupefacción,
miedo, ira, psicosis e inseguridad colectivas, deseos de venganza, solidaridad,
minutos de silencio... y el espacio en blanco de la mente y del papel.
Se abre un periodo de honda reflexión para todos. Encrucijada inmediata:
cambiar el tema y el título de esta "Sinapsis" o seguir con
lo previsto, incorporando las reflexiones y los sentimientos surgidos
en estos momentos. Decido tomar esta segunda vía.
Una encrucijada
no es una cruz en la que quedarse clavado, sino una invitación a cambiar
de dirección o, simplemente, a persistir en la que llevamos. Una oportunidad
de elegir. Hoy día, en que se camina menos y los viejos caminos van desapareciendo,
podría hablarse más bien de rotondas. Hay conductores que cuando llegan
a una ya saben qué dirección tomar. Han estudiado antes el mapa o la han
pasado decenas de veces en su recorrido habitual. Sin embargo, existen
ocasiones en las que, por señalización insuficiente o porque desconocemos
la ruta, titubeamos, tememos equivocarnos y la velocidad de la caravana
nos fuerza a tomar una dirección no elegida. Como la vida misma.
Primer escenario:
Dos conejos están dándose un festín de zanahorias en un huerto al amanecer.
Oyen un estampido. Parece un disparo. Uno de ellos sale corriendo hacia
su madriguera. En ese instante, un águila que planeaba en búsqueda de
su presa, detecta el movimiento, se lanza en picado y la agarra por el
cuello. El segundo conejo, se queda en el sitio, enhiestas las orejas
y semioculto tras una hilera de cañas de maíz. El hortelano dueño del
huerto, que sólo ve al primer conejo, entra en su casa de nuevo y cuelga
la escopeta en la pared. El segundo conejo continúa tranquilamente comiendo
zanahorias.
Segundo escenario:
El primer conejo llega raudo a su madriguera y se pone a salvo. El águila
se lanza sobre el segundo que ha quedado paralizado por el miedo. Ha logrado
su comida de buena mañana.
Tercer escenario:
Ambos conejos salen disparados ante la primera detonación. El hortelano,
con su escopeta de dos cañones, alcanza al primero. El segundo tiene tiempo
de ponerse a salvo escondiéndose entre el maizal...
... La vida
es imprevisible por mucho que queramos controlar sus resultados. Sólo
podemos poner nuestra máxima dosis de conciencia e impecabilidad en cada
instante. Las encrucijadas cotidianas las resolvemos basándonos en hábitos
y en rápidos cálculos de gratificaciones y riesgos. Pero las verdaderas
encrucijadas existenciales son aquellas en las que sentimos que tenemos
que tomar una decisión que puede dar un giro de noventa grados a nuestra
vida. Su sola posibilidad nos produce sudores fríos, pálpitos o insomnio.
Estamos en un túnel sin vislumbrar aún la luz de la salida. El temor a
equivocarnos nos paraliza.
¿Ha llegado
el momento de cambiar un trabajo rutinario y aburrido, pero seguro, por
otro más arriesgado, pero más creativo? ¿Será mejor terminar con una relación
cuando el amor y el cariño cotidiano ha sido sustituido por la violencia
física o psicológica, aun a riesgo de encontrarse cara a cara con la soledad?
¿Compensa enfrentarse a lo desconocido y abandonar el nido calentito de
los padres cuando la convivencia está deteriorado gravemente el amor filial?
A una persona le llega el tiempo de tener hijos, pero teme perder independencia
o no estar a la altura de su ideal de padre o madre. Otra va posponiendo
el sueño de su vida y cuando pasa el último tren lo deja escapar.
A muchas de estas situaciones las llamamos crisis: crisis profesionales,
de pareja, de edad, de pérdidas... El abismo acecha tras el cúmulo de
fantasías catastróficas que la mente enloquecida va presentando en su
pantalla.
Sin embargo,
toda crisis no deja de ser una fase necesaria en el movimiento evolutivo.
Sin su existencia, la vida se paralizaría. Imaginemos al gusano de seda
que teme encerrarse en el capullo creyendo que no podrá respirar. Nunca
llegaría a su próxima fase de crisálida. Quizá quede ésta aterrorizada
cuando le salen las alas, que apenas puede desplegar dentro de su envoltura
protectora. La falta de espacio vital la impulsa a salir, pero ignora
lo que puede encontrar afuera. Cuando al fin se decide, lo normal es que
encuentre una pareja y pueda colaborar a la perpetuación de su especie
poniendo numerosos y minúsculos huevos. En los seres humanos, toda crisis
es, además, una oportunidad de toma de conciencia y de ejercer la libertad:
la libertad de elegir.
Muchas personas
se aferran al pasado sin darse cuenta de que el pasado está muerto y no
hay modo alguno de retenerlo ni resucitarlo. Cada instante que pasa es
irremisiblemente irrecuperable y la única libertad que tenemos es la de
llenarlo de intensidad y conciencia o de vivirlos dormidos e ignorantes.
Lo que nos atenaza a veces es el miedo a equivocarnos. Pero ES IMPOSIBLE
EQUIVOCARSE EN EL PRESENTE. Así de rotundo. El error y la equivocación
son sólo valoraciones a posteriori de nuestros actos. Cuando contemplamos
decisiones de nuestro pasado, en muchas ocasiones afirmamos habernos equivocado.
No obstante, si reflexionásemos profundamente, podríamos darnos cuenta
de que en el momento en que las tomamos no pudimos hacer otra cosa, dado
nuestro nivel de conciencia y energía de entonces, los datos que teníamos
a nuestra disposición, los sueños que alimentábamos, los temores que nos
parecían insuperables, nuestra experiencia vital -o nuestra inexperiencia-.
En definitiva, éramos en alguna medida otras personas.
Llegar a esta
comprensión existencial conlleva un segundo premio: la liberación de la
culpa. Basta con responsabilizarnos de los efectos de nuestros actos.
Ésta es la única actitud madura, ética y profundamente sana, pero no lo
es latigarse continuamente por la decisión que tomamos o dejamos de tomar,
por lo que hicimos o dejamos de hacer. El verdadero aprendizaje no tiene
nada que ver con la culpa, sino con la toma de conciencia, con el asumir
la responsabilidad y "corregir el tiro", que no es otra cosa
que poner atención en el presente para no tropezar dos veces en la misma
piedra. De nada vale el lamento ni el castigo ante la herida. En todo
caso, agua oxigenadal, pomada y venda. Siempre me ha dolido el azote del
padre o de la madre al niño que se ha caído por correr por donde no debía.
Tal vez cubran así su propia culpa o ansiedad, pero no hará de ese niño
un adulto más responsable y amoroso.
A nivel colectivo, también
se presentan constantemente encrucijadas, bifurcaciones de caminos. Decisiones
que conducen a distintos resultados. Hace tiempo que la Humanidad se enfrenta
a la crisis demográfica, al agotamiento de los recursos no renovables,
al agujero de ozono y a la contaminación de ríos y mares, a la muerte
cotidiana por hambre y enfermedades curables de miles de niños, a las
guerras localizadas que se alargan por décadas, a la emigración
ilegal por pura supervivencia, al terrorismo de los fanáticos y al terror
institucionalizado de algunos Estados....
Más allá de
la profunda insania de los terroristas suicidas, que ni siquiera quieren
cambiar un mundo que consideran injusto, puesto que se autoexcluyen de
él en aras de un hipotético paraíso y se llevan por delante a miles de
personas en las que sólo han visto enemigos sin rostro, más allá del justo
castigo a los culpables, la represión del criminal, como única medida,
nunca ha acabado con el crimen. El encarcelamiento y la muerte de los
terroristas sólo generan otros actos de terrorismo cuando no se eliminan
las causas que los originan ni se modifica el caldo de cultivo en el que
se reproducen: la miseria y la explotación, con sus secuelas de envidia
y odio; los nacionalismos de cualquier tipo que impiden tomar conciencia
de la unidad de la especie humana; las religiones que fomentan la verdad
única y exclusiva y, en definitiva, el statu quo, en el que menos de una
sexta parte de la Humanidad consume más del 80% de los recursos del Planeta.
Ya hace varias décadas que el historiador inglés Arnold Toynbee predijo
la expansión del terrorismo si no se daba voz a las minorías y se articulaban
mecanismos de progreso para aquellos pueblos y sociedades de los que el
terrorista se arroga la representación.
La paz es el
camino. Ninguna guerra es ya justa cuando sabemos que la mayoría de las
víctimas siempre son civiles -un eufemismo para decir madres, hijos, trabajadores...,
nuestros iguales-. Más presupuesto en gastos militares y de policía, en
detrimento de vivienda, educación y servicios sociales, no hará
que nos sintamos más seguros ni más felices a corto ni a largo plazo.
La paz o la guerra es una auténtica encrucijada del género humano.
Al acabar estas
líneas, siguen impresas en mi retina -como en la de todos los lectores
y lectoras- la imagen de dos torres que se desploman bajo las llamas.
Miro hacia dentro y veo derrumbarse las torres internas de mi seguridad
y de mi confort, al tiempo que se acumulan en mi memoria las imágenes
de los salvadoreños bajo el huracán, de los sudaneses huyendo de la sequía,
de los palestinos bombardeados, de los civiles israelíes reventados por
una bomba, de los niños filipinos rebuscando en las basuras, la de los
más de setecientos cadáveres en las costas españolas tras una travesía
en patera... Hacen falta más que unos minutos de silencio por todos ellos.
Sé que la responsabilidad para detener esta locura planetaria no es sólo
de los gobiernos -que nosotros votamos o nos abstenemos de votar- ni de
las instituciones internacionales que a gusto o a disgusto financiamos.
Sé que sólo soy una gota de la misma Conciencia que impregna otros millones
de gotas. Lloro inconteniblemente por las víctimas -por todas- y por la
ignorancia que nos hace víctimas, verdugos y cómplices al mismo tiempo.
Respiro hondo y sigo celebrando la vida que me queda por vivir, intentando,
en la medida de mis fuerzas, que otros puedan también celebrarla. A pesar
de los pesares, la Vida sigue siendo una celebración sagrada y esta celebración
constituye nuestro principal servicio a la Humanidad y al Planeta del
que formamos parte.
Alfonso Colodrón
|