LA AMISTAD EN TIEMPOS DE SOLEDAD

por Alfonso Colodrón

Fotografías de Dokusho Villalba, Maestro Soto zen

 La forma de vida actual nos incita a multipli­car el número de "conoci­dos" que nos piden o a los que pedimos algo. Sin embargo, los auténticos amigos, aquellas personas que elegimos y que nos eligen libremente por empatía, por el simple gusto de compartir la alegría de cada encuentro, empiezan a escasear, porque se hacen raros tres valores imprescindi­bles para el cultivo de la verdadera amistad: la gratuidad, el tiempo y la intimidad.

Un contrato de libertad

     Cada día son más frecuentes en muchas publicaciones las secciones de "contac­tos", en las que almas solitarias buscan una "amistad sólida y sincera". Proliferan los clubs y las reuniones sociales para aplacar las soledades del alma, a medida que se agrandan las distancias y se llenan de desconocidos los laberintos de calles y autopistas. Curiosa­mente es la sociedad occidental mercantilizada la que más se preocupa­ por el tema de las relaciones personales. Síntoma de ello es la reciente profusión de libros del tipo Cómo ganar amigos o Cómo conservar las amistades.

     Hoy día se llama amistad a una variedad de relaciones profesio­nales, de vecindad, políticas, religiosas o deportivas; pero la verdadera amistad no puede ser sustituida por relaciones puntuales de afinidad. En su Diccionario filosófico, Voltaire la define como "un contrato tácito entre dos personas sensibles y virtuosas... ya que los malvados sólo tienen cómplices; los sensuales, compañeros de juerga; los codiciosos, asociados, y los políticos reúnen a su alrededor a sus partidarios".

     La libertad es una de las características esenciales de la amistad. Nadie puede obligarnos a ser amigos de alguien, porque no se pueden forzar los afectos y éstos nunca engañan. Sabemos desde el fondo de nosotros cuándo son recíprocos y cuándo no. Además, a diferencia del enamoramiento, la amistad no impone su tributo de desconsuelo en las separaciones momentáneas, ni nos hace perder en ningún momento nuestra autonomía.

     La amistad es un trayecto que se recorre en compañía. Es como un viaje que nos lleva a parajes familiares o desconocidos y, a menudo, a remansos de paz en momentos de abatimiento o incertidumbre. Los amigos acogen el flujo y el reflujo de nuestras mareas, esos estados internos de plenitud y de retirada que sólo ellos conocen. Por ello, hay que regar a menudo la amistad para que no se agoste, como si fuera una delicada planta.

     En raras ocasiones, su sustrato es tan fuerte, que perdura a pesar de la distancia o de los años transcurridos sin verse. Son esas ocasiones excepcionales en las que encontra­mos al amigo al cabo de mucho tiempo y todo recomienza donde se dejó la última vez. Porque lo que importa es la magia del instante, y no tanto el pasado o el futuro.    Recientemente una mujer separada de su marido me contó que, en uno de sus días de soledad, se encontró con un antiguo amigo de la infancia, que también había sido un amor platónico adolescente. Al cabo de veinte años, pasaron toda una noche charlando amigable­mente ¡ante una simple jarra de agua! No hizo falta nada más: la intensidad del afecto perduraba, aunque transformado en aceptación madura de sus respectivos caminos paralelos

Igualdad y transparencia

     Ya en el siglo V a. de C., Confucio caracterizó las relaciones de amistad como aquéllas que no están sometidas a ningún tipo de jerarquía. Quizá constituyan uno de los pocos valores realmente democráticos que ha persistido a través de los tiempos. Cuando se relacionan como amigas personas de diferente cultura, profesión o posición económica, olvidan momentánea­mente su condición social. La amistad lo iguala todo, pues no se basa esencial­mente en la necesidad, sino en el gozo que hallan los amigos en el estar juntos, jugar, crear, o simplemente escuchar con igual placer las palabras y los silencios recíprocos.

     Recurrir a un amigo cuando se le necesita, es algo legítimo, siempre que no se imponga como una gravosa carga. En todo caso, es bueno mantener la libertad mutua de denegar lo que por cualquier razón resulta inoportuno. De otro modo, nos convertimos sólo en acreedores o en deudores. Es en estos casos donde se pone a prueba la relación amistosa. Más de una amistad ha terminado por préstamos de dinero exigidos, denegados o no pagados. Quizá sea por las decepciones sufridas por lo que algunas personas prefieren la amistad de un perro, siempre obediente y fiel, al libre albedrío de un amigo, que, si lo es de verdad, nos sorprenderá siempre siendo él mismo, sin encerrarse ni encerrarnos en la estrecha prisión de las obligaciones y de los reproches.

     La amistad no tolera lo contrario de lo justo y ecuánime; no admite la falsa exagera­ción, sobre todo si es interesada, pues, como afirmó Cicerón, "no hay peor flagelo que las lisonjas, el halago y la adulación". Quere­mos ser reconocidos y apreciados por el amigo en una justa medida, pues lo que realmente necesitamos de él es que refleje fielmente nuestra auténtica naturaleza, incluidos los defectos y las fragilida­des. Es así como nos expandimos y no nos estereotipamos.

     La amistad nos hace siempre tocar tierra, nos revela el rostro real, aunque suavizado por la comprensión y la aceptación. Es esa benevolencia cariñosa la que nos arrastra hacia la realización de nuestro potencial más genuino. Cuando los reflejos son recíprocamente transparentes, nos alegramos por las mismas alegrías, nos entristece­mos por las mismas penas y soñamos juntos los mismos sueños.

     Muchas veces la pareja madura se convierte tras largos años de convivencia en una amistad privilegia­da, cuando se han superado los altibajos de la pasión y de los sucesivos encuen­tros y desencuen­tros de la convivencia cotidiana. Cuando se han atravesado juntos cumbres y valles y se han afrontado nacimientos y muertes en común, se refuerza el vínculo del amor con el pegamento de la amistad.

Crisis, reconciliaciones y rupturas

     Existen rupturas por palabras, actos u omisiones que quiebran el delicado hilo con el que tejemos día a día la trama de la amistad. Paul Cézanne, por ejemplo, cuya obra pictórica sólo fue reconocida después de su muerte, nunca pudo perdonar a su amigo Émile Zola que le reflejase en una de sus novelas como un pintor fracasado. Atrás quedaron hechos añicos más de treinta años de fecunda amistad, que habían abierto nuevos horizontes en el campo de la literatura y de la pintura.

     Son las duras pruebas de la amistad. Cuando se confía en el amigo, haga lo que haga, siempre puede uno abrirse a sus razones ocultas que ignoramos, a sus disculpas o a una eventual reparación del error cometido.

     La separación de una pareja también constituye una prueba para los amigos comunes, que han de emplear todo su tacto para acompañar a ambas partes en esos momentos de dificultad. No es frecuente que los excónyuges mantengan una amistad, salvo que la separación sea civilizada y no se haya llevado a cabo en medio de lo más agudo de la crisis. Tal vez fuese el caso de Marilyn Monroe y Arthur Miller que siempre afirmaron públicamente seguir siendo amigos tras su divor­cio.   

     Las pérdidas de amistades son siempre dolorosas. No hay peor enemigo que el examigo agraviado. En estos casos, o se encierran los agravios en el sótano del rencor o se dejan caer blandamente en el hondo pozo del olvido, ya que cuando se pierde una amistad, perdemos una parte de nosotros. Pero la mayoría de las veces, se van abandonando antiguas amistades sin rupturas traumáticas, simplemente porque correspon­den a épocas de nosotros mismos cuya página hemos pasado definiti­vamente. ¿Quién no ha repasado a principios del año viejas agendas y ha tenido que tachar direcciones de viejos amigos por constatar que ya se había enfriado el mutuo afecto de otros tiempos?

     Sin embargo, es posible que subsista algo de ternura o de añoranza, como cuando recordamos aquellos amigos de la infancia que parecían nuestras almas gemelas, que fueron destellos de luz en nuestros más bellos momentos de descubrimiento.

El poder transformador de la amistad

     A veces las amistades son como nubes nómadas que se acercan y se alejan según los vientos caprichosos del destino. Pero esa fusión momentánea nos hace incorporar jirones recíprocos de nuestra esencia. Son ciertos libros de cabecera, ciertas recetas de cocina, las costumbres que adoptamos o las músicas que nos descubrieron y de las que ya no podemos pasar, pero sobre todo esas partes que hemos agregado a nuestra forma de ser y de vivir.

     Algunos amigos son como árboles firmemente enraizados que, a sol y a sombra, acogen el incesante ir y venir de los nómadas, permanecien­do durante años en el mismo lugar. Son esas personas generosas que, como un oasis tranquilo, aportan la seguridad de que lo mejor de la existencia sigue siempre igual y es inagotable.

     Desirée Lieven, exilada rusa en París desde los años cincuenta, cumplió este papel durante los últimos cuarenta años de su vida. La confianza que Sartre, Simone de Beauvoir y Arthur Koestler depositaban en ella hacía que pudiera firmar comunica­dos de prensa con sus nombres y sin consultarles previamente, en pro de las más diversas causas de solidaridad, que normalmente dirigía a países como España, Perú, Argentina o Chile. Su casa siempre estuvo abierta a emigrantes y refugiados, sin distinción de nacionalidad o condición social. Con cada uno establecía una amistad singular y única. Los huecos que dejan la pérdida definitiva de una amistad de esta naturaleza sólo pueden compensar­se incorporando en nosotros parte de su sabiduría abierta y generosa.

     En la película italoportuguesa Sostiene Pereira, su protago­nista, el conservador y metódico Dr. Pereira, dedicado a sus reseñas culturales en un periódico local, cambia radicalmente su forma de ver el mundo gracias a la amistad de un joven italiano licenciado en Filosofía. El viejo periodista recupera todo el vigor de su juventud para luchar contra las injusticias, ante las que siempre había cerrado los ojos.

     Como escribió el gran poeta y místico libanés Jalil Gibran, la más elevada finalidad de la amistad tal vez sea "la maduración del espíritu..., la revelación del misterio del amor". Mientras tanto, si seguimos sembrando amigos por el mundo, éste no será un lugar ancho y ajeno, sino un gran hogar familiar y cálido, un jardín en el que puedan seguir floreciendo las sonrisas.

 

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