TRANSPERSONAL
Cambios, mudanzas y castillos de
arena
Hace poco cambié de casa y de consulta. Afortunadamente, pude
hacerlo sin cambiar de localidad (Pozuelo de Alarcón, a 10 kilómetros
de la Puerta del Sol), ni de barrio (Los Hortales, antiguas huertas
que bordeaban el arroyo Meaques). Es más. Ni siquiera he cambiado
de calle. Sólo el número ha variado. Así, he logrado
mantener el mismo número de teléfono y tener cerca los
mismos vecinos y las mismas amigas de juegos de mi hija. Debe ser cosa
de la edad el gusto por variar lo menos posible la vida que hacemos,
porque en el pasado siempre hice grandes cambios: de estudios, profesiones,
países, creencias y costumbres. De ninguno me he arrepentido
y todos los viví intensamente, incluso aquellos a los que las
circunstancias me forzaron y que me produjeron entrar en profundas crisis
existenciales. Sin embargo, en esta fase de mi vida, me alegra contemplar
el crecimiento de los mismos olmos, castaños y arces que rodean
la urbanización. Y oír el trino de los mismos mirlos,
carboneros y herrerillos que los visitan. Es fantástico poder
decidir el cómo, el cuándo y el dónde de los cambios.
Pero no siempre es así.
La vida nos obliga a cambiar constantemente lo queramos o no. Todo está
en continuo movimiento, aunque la mayoría de las veces no tengamos
conciencia de ello. Miles de células mueren y se renuevan en
nuestro cuerpo continuamente; cada día se establecen nuevas conexiones
neuronales en nuestro cerebro, a medida que aprendemos e incorporamos
otras informaciones y puntos de vista. Ganamos o perdemos peso. Nos
crecen las uñas y el pelo, que también vamos perdiendo.
La sangre de ayer no es la misma que la de hoy. Nos metamorfoseamos
minuto a minuto, pero la memoria conserva ciertos acontecimientos biográficos
que acaban formando un hilo al que llamamos Yo. Al mismo tiempo, va
hundiendo otros en las profundidades del olvido. Estos últimos
van constituyendo el depósito de sombras inconscientes que suelen
dominar nuestros hábitos y nuestra forma repetitiva de reaccionar
ante los mismos estímulos.
Los cambios nos obligan a ampliar nuestra visión del mundo, a
adquirir nuevas habilidades, que no es otra cosa que desarrollar parte
del potencial que tenemos dormido y, sobre todo, a crecer y madurar.
A convertirnos en personas adultas, con capacidad de adaptación,
de dar y recibir, y de contribuir al mundo con nuestro particular grano
de arena. La huella que dejaremos cuando nos llegue la hora del tránsito.
Hace cinco años que vivo a cinco minutos del cementerio. Un minuto
por año. Ahora me he acercado unos metros. Ley de vida. Es un
cementerio recoleto, desde cuyas tapias rodeadas de cipreses se divisa
la sierra a lo lejos. Cuando muera, espero que mis huesos o mis cenizas
-todavía no tengo claro eso de la incineración- sean livianas
para quienes me acompañen, y que queden oreados por los vientos
de la Sierra. Y no es que piense en la muerte de modo macabro. Todo
lo contrario. Como una amiga muy presente que me hace aprovechar cada
segundo de la existencia. De hecho, voy a tener una segunda hija a primeros
de este otoño, a una edad en que otros tienen ya varios nietos.
La expectativa me rejuvenece. Otro cambio.
Después de dar la vuelta al mundo durante cinco años para
encontrar mi lugar en él, lo encontré en el punto de salida.
Ahora sé por experiencia que es verdad el verso de una poetisa
cheroke: "Siempre hay un lugar donde estar" y que, a veces,
el propio lugar en el mundo, no es el que uno buscó, sino aquél
en el que uno acaba permaneciendo con paz y alegría, porque se
han echado raíces en el propio corazón.
Cambiar es algo más que mudarse de lugar. "Transportes y
mudanzas" es el epígrafe con el que se anuncian en las páginas
amarillas las empresas que se dedican a traslados. Totalmente adecuado.
Muchas personas se trasladan de casa transportando todos sus muebles
y enseres de lugar en lugar, incluso de objetos inservibles que van
dificultando cada traslado. Incluido el polvo acumulado a lo largo de
los años. Es lo que pasa en la vida misma cuando no se van cerrando
circuitos, cuando no se aprende de las situaciones, y se va arrastrando
etapa tras etapa el peso del pasado, repitiendo situaciones insatisfactorias.
Es el peso de un pasado muerto que no se puede cambiar. Es como ir de
excursión llevando en la mochila las latas y las botellas vacías,
junto con los restos de la comida, en lugar de reciclarlas en los contenedores
adecuados o recogerlas a la vuelta.
En cada instante podemos escribir con toda libertad el próximo
renglón del libro de nuestra vida. Pero muchas personas parecen
ir escribiendo hoja tras hoja en una especie de escritura automática,
movidas por la inercia, la creencia de ser esclavas de sus circunstancias,
la pereza, el desánimo o el miedo al cambio. Esto último
suele ser lo más frecuente en quienes al menos han cobrado conciencia
de que la etapa de la vida que están viviendo está llegando
a su fin. ¿Cómo podría resistirse el gusano de
seda a hilar el capullo y encerrarse en él para convertirse en
crisálida? Si tuviera una mente humana, se vería inundado
por fantasías catastróficas del tipo: "Me asfixiaré,
no veré nada ni podré controlar la situación, me
voy a aburrir mortalmente...". Semanas después, cuando la
crisálida se transforma en mariposa, sí que necesitará
más aire y más espacio del que le proporciona el capullo
de seda que le sirvió de hogar seguro y calentito. Notará
que no puede desplegar las alas y empezará a abrirse un agujero
por el que salir. De nuevo podría fantasear: "¡Qué
peligroso vivir al aire libre!, ¿qué habrá al otro
lado?, ¿tal vez un gato que me dé un zarpazo o un petirrojo
que me trague de un solo picotazo?". Aunque tuviera tales pensamientos,
su propia memoria genética le impulsaría a la próxima
fase de su evolución: encontrar otras mariposas, aparearse y
poner cientos de huevecillos que eclosionarán en la próxima
primavera. Me encantará enseñar a mis hijas el proceso,
comenzando porque empiecen a alimentar a los pequeños gusanos
con las hojas de la morera que acabo de plantar.
Todo cambio supone pérdidas y ganancias. Si nos fijamos en las
pérdidas, probablemente no disfrutaremos suficientemente de lo
que hemos ganado, de las ventajas que nos proporciona cada mutación.
Hay viajeros -más bien turistas- que ni siquiera aprovechan el
cambiar de lugar por unas semanas. Siempre están recordando la
playa, el mercado, el hotel o el restaurante del año anterior.
Una forma como otra de empalidecer los colores del paisaje que tienen
delante, de apagar la curiosidad de lo nuevo y de desabrir los sabores
del plato que tienen servido.
Todo cambio se asemeja a mudar de piel ¡y qué costoso desprenderse
de lo que está tan pegado a la propia carne, quedarse en carne
viva y esperar a que crezca la nueva piel! Pero la serpiente que se
resiste a cambiar de piel acabará perdiendo escamas y quedándose
sin protección frente al medio. No se puede detener la vida.
Tiene su propio ritmo, sus estaciones, sus horas de sol y de oscuridad,
y pasa de nuestros planes y de nuestros castillos de arena. De los cambios
irrealistas que siempre quedan en el futuro o que se intentan construir
contra la realidad.
Este verano construí con mi hija un gran castillo en la playa.
Yo disfrutaba haciendo murallas, reforzándolas con rocas y excavando
varios fosos, para protegerlo del embate de la marea. Ella, mientras,
ponía bolitas sobre la muralla "para que pareciera una fiesta".
Estaba aún en un presente más auténtico que el
mío. A la tarde fuimos a fotografiarlo. Se había convertido
en un pequeño promontorio lamido por las olas, que lo habían
devuelto a su estado original: piedras y un puñado de arena sin
forma. Me recordó los elaborados mandalas multicolores de arena
que construyen los lamas tibetanos en ocasiones señaladas. Pasan
semanas creándolos con una paciencia y un arte insuperables.
Llegado el momento, los barren delicadamente con escobillas para tomar
conciencia de la impermanencia de todo fenómeno, de la transitoriedad
de los pensamientos, de los sentimientos, de todas las obras humanas
y de la misma vida.
Los cambios, los voluntarios y los involuntarios, están ahí
para recordarnos permanentemente esta gran verdad: todo lo que nace
tiene que morir. La Vida y la Muerte se entrelazan en una continua cadena
de tránsitos, baile de formas y escenarios. Después de
cada acto, se cierra el telón. Si hemos sido impecables, no necesitamos
aplauso alguno. Con Desirée Lieven, una mujer que se adelantó
a nuestro siglo en conciencia y compasión, podremos decir: "Mi
vida me ha gustado realmente" o, dejar unas memorias como Pablo
Neruda, resumidas en un buen título: "Confieso que he vivido".
Alfonso Colodrón
Terapeuta gestáltico
Consultor transpersonal