El bosque no deja ver los árboles


El dicho popular afirma lo contrario: "Los árboles no dejan ver el bosque", o lo que es igual, que los accidentes del paisaje dificultan la visión de la panorámica global y que los detalles impiden ver el conjunto de cualquier cuestión. Sin embargo, reunido hace poco con unos colegas a la sombra de un roble centenario, me di cuenta de que su copa no era solamente simple y fresca sombra. Cierto que estaba fundida en la masa vegetal del espeso bosque que nos protegía de los calores estivales. Pero, sin dejar de escuchar lo que se decía, mis ojos recorrían las grietas profundas y ancianas de su corteza, sus nudos rugosos cargados de Historia y de historias, las bifurcaciones inverosímiles de sus gruesas ramas, que parecían querer alcanzar el horizonte, ajenas a la ley de la gravedad. Poco a poco, mi atención se fue desplazando a detalles cada vez más minúsculos: los pájaros bulliciosos que iban y venían, varios nidos ya vacíos de polluelos, las bellotas reverdecidas por la última tormenta de verano, el musgo que cubría el lado norte del tronco, las hormigas que ascendían en columna como queriendo explorar las fronteras entre cielo y tierra...
No, no me había perdido en los detalles. Simplemente había concentrado la atención en aquello que normalmente nos pasa desapercibido, sabiendo que mi visión tenía un límite; que hubiese necesitado primero una lupa y después un microscopio para penetrar en todo un universo de vida, en un minúsculo ecosistema permanentemente relacionado con los de alrededor. Pero, al igual que la memoria, nuestra visión es selectiva y, a fuerza de ver generalidades, perdemos la enorme riqueza que nos rodea. Vamos al campo y vemos "hierbas". Si miramos atentamente, tal vez distingamos un pequeño olmo que lucha por sobrevivir y realizar su potencial de árbol, una minúscula caléndula que florecerá en su momento si no es arrancada ni pisoteada o una incipiente plántula de tomatera, nacida de la única semilla que germinó del desecho de un tomate demasiado maduro, que alguien arrojó hace meses.
Volvemos de vacaciones o de un largo fin de semana y sólo vemos la enorme caravana de coches que nos precede y nos sigue, limitando nuestro movimiento y velocidad. Pero dentro de cada vehículo hay familias, parejas, tal vez algún conocido que nos ha pasado desapercibido, cargados de intenciones y recuerdos, de vivencias y proyectos. Con el mismo deseo de llegar que nosotros, con la misma frustración del retraso sobre la hora prevista de llegada. Lo mismo ocurre en la cola del cine o de Correos, esperando en el paso de peatones o en una playa llena de bañistas. Vemos una masa, eventualmente competidores de espacio o tiempo, pero casi nunca personas con los mismos gozos y agobios que nosotros. Por ello perdemos la sonrisa inocente y gratuita del niño que nos cruzamos en el camino o la mirada sabia del anciano preñada de perspectiva y desapego.
El bosque humano nos impide ver a la persona. Cada fin de semana nos dan la cifra de muertos en accidentes de circulación. Nos acostumbramos a leer u oír la estadística que sube o baja, pero rara vez sentimos la amenaza que nos ronda si la catástrofe no se produce en nuestro barrio o en nuestro pueblo, si el fallecido no es pariente o vecino. Nos acercamos a un colegio a la hora de salida. Un mar de cabezas y de voces que se agitan en jolgorio. De repente, la mirada brillante de una hija y su llamada radiante: "¡Papá!, ¡mamá¡". La figura precisa surge nítida de un fondo difuso.


Los primeros psicólogos gestaltistas investigaron la influencia que ejerce la motivación de cada persona sobre sus percepciones en cada momento. Fritz Perls resumió las leyes de la percepción simple en un sistema de psicoterapia y en una concepción humanista de la existencia. La conclusión más obvia es que las personas no somos meros blancos pasivos de los estímulos sensoriales con los que nos bombardea el entorno, sino que estructuramos nuestras propias percepciones según un orden personalísimo, que acaba formando parte de nuestra visión del mundo y de nuestras reacciones ante cada una de las situaciones que se nos presentan.
Desde la infancia vamos acumulando experiencias, agradables y desagradables, que quedan archivadas en el fondo de la memoria o de la desmemoria, del recuerdo consciente o del rechazo inconsciente. En ambos casos, el círculo ha podido quedar abierto, el asunto inconcluso. Todas las vivencias que no quedan cerradas satisfactoriamente tenderán a salir una y otra vez ante determinados "detonadores". De este modo, vamos cargando piedras en la maleta y arrastrando un bagaje innecesario que dificulta nuestro caminar. Un niño reprendido a gritos por sentarse en el regazo de su padre tal vez sienta temor toda su vida ante la intimidad física con las mujeres. Los hijos que presenciaron habitualmente violencias domésticas quizá desarrollen mecanismos para evitar el conflicto en cualquier situación o incorporen la violencia como algo natural. Muchas parejas que se separan sin comprender cómo se formaron ni las causas profundas de su separación tienden a repetir una y otra vez, con parejas distintas, los mismos comportamientos y las mismas rupturas...
Es así como se entiende que no suela vivirse cada instante de un modo espontáneo y fresco, sino teñido por todo un cúmulo de sensaciones, sentimientos, fobias y filias que lo tiñen todo, dificultando actuar en cada momento con el máximo del sentido común y eficacia exigidos por la situación. En cierto sentido es como si "lloviese sobre mojado". La psicoterapia tiene como objetivo, entre otros muchos, contribuir a limpiar y enriquecer el sentido que la persona tiene de su "fondo", para que cada nueva experiencia o "figura" pueda ser vivida en armonía con su naturaleza, para que pueda integrarse en aquél de un modo sano y no vuelva a interferir posteriormente en el vasto campo de experiencias por vivir.
Hay personas que prefieren no remover el fondo de las aguas para que éstas no se enturbien, pero es difícil sacar el "chapapote" de debajo de las rocas sin provocar removidas o extraer los vidrios rotos del lecho de un río sin levantar algo de fango. A lo largo de una terapia, uno entra en contacto con las propias "locuras", puede hurgar en sus entretelas para que surja la inocencia, los celos, la bondad, los miedos, la brillantez, el espíritu de venganza, el heroísmo y cuantas virtudes y pasiones contribuyen a hacernos más humanos. El fondo o bosque es sugerente y fértil, está preñado de posibilidades y potencialidad. La figura o árbol posee el magnetismo de atraer nuestra atención una y otra vez hasta que su contorno queda delimitado.
A veces el bosque es un conjunto de fantasías e ilusiones que se perfilan en la lejanía e impiden la realización de un proyecto concreto. En otras ocasiones constituye una espesura impenetrable de tareas que nos abruman y que vamos posponiendo día tras día incapaces de establecer prioridades. Pero si enfocamos la atención en cualquiera de sus "árboles", somos capaces de ver su belleza, de aprovechar sus frutos o su sombra, de contagiarnos de su sabiduría de supervivencia que hunde sus raíces en la profundidad y alza su copa al cielo, aceptando sol y lluvia. A un estudiante o a un opositor puede apabullarle el grosor de las asignaturas o del temario, pero, lección a lección, tema a tema, el enorme "bosque" por atravesar no es tan impracticable, hay senderos y caminos que no cansan si se recorren poco a poco.
Por ello, insisto. El bosque no deja ver los árboles. ¿Dónde encontrar la información útil en un bosque de folletos publicitarios que invitan al consumo intentando crear nuevas necesidades? ¿Dónde encontrar la verdad política en el laberinto de falsedades que nos presentan a diario? ¿Cómo no dejar enraizarse árboles torcidos en el bosque de las listas electorales?
Humberto Ak'abal, poeta quiché de Guatemala resume con belleza la diferencia que existe entre la atención general y la atención particularizada:

"De lejos/ la voz de las montañas es azul./ De cerca/ es verde".

Alfonso Colodrón



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