El hábito hace al monje


Pocos años antes de morir, uno de mis hermanos, al que yo admiraba en secreto por sus muchas cualidades, me hizo una confidencia. Su "jefe", antes de ser Presidente del Gobierno, había hundido por impericia dos empresas estatales de las que había sido director general. Pero, después de dos años de leer a diario resúmenes de prensa, con los párrafos más relevantes subrayados para él, de aprenderse los discursos que sus colaboradores le escribían y de codearse con Jefes de Estado, había logrado comportarse como tal, sin que se notasen sus escasas luces y su limitada visión del mundo. Fue entonces cuando empecé a barruntar que, en más ocasiones de las que creemos, el hábito sí hace al monje.
Pienso ahora en los millones de jóvenes -más de veinticuatro millones en el mundo- que, vestidos de soldados voluntariamente o a su pesar, ponen su cerebro y su moral a disposición de los políticos y los oficiales que les envían a matar y a morir. Antes de ponerse el uniforme, son personas con los sueños, ilusiones, miedos y esperanzas de cualquier mortal. Después, una vez armados, son blancos "justificados" de sus posibles enemigos y ejecutores mortíferos de otros "blancos", designados a su vez por quienes piensan en su lugar y obtienen los beneficios últimos desde la seguridad de sus despachos.
Muchos de los policías de las tele series estadounidenses, a fuerza de vestirse de tales durante años, llegan a creerse el brazo de la ley por encima de jueces y normas y forman sus propias bandas para tomarse la justicia por su mano. Algunos sacerdotes -más de los que podría sospecharse según las abundantes revelaciones de la prensa-, una vez revestidos de la sotana, se han creído con derecho a sobrepasarse con monaguillos y seminaristas. Su ascendente y su "moral" se las daba el hábito.
Quien lleva siempre corbata para trabajar acaba creyéndose más respetable que los descorbatados. Si lo hace sólo por obligación, otros muchos le proyectarán la respetabilidad a su pesar. Quien lleva habitualmente ropa de marca ingresa en la elite de la imagen. Sin embargo, la verdadera pregunta que cualquier ser humano debe plantearse en algún momento de su vida es: "¿Qué clase de monje hay debajo de un determinado hábito?". Dicho en román paladino: "¿Quién soy yo más allá de la máscara de la personalidad con la que me relaciono con los demás?".
Una de las vías más rápidas de obtener la respuesta o, al menos, de aproximarse a ella ha sido siempre el teatro. Los actores se disfrazan, se "caracterizan", para dar más verosimilitud al personaje que interpretan, abandonando provisionalmente su personalidad. Pero los verdaderos actores no se apoyan tanto en maquillarse externamente como en imbuirse del alma del personaje. Cuando han representado ya unos cuantos, han logrado explorar las pasiones y las virtudes humanas en un grado que difícilmente se permiten los demás. El espectador puede percibir su aroma o palpitar al unísono si la representación es auténtica.
Todos nosotros, a base de re-presentarnos una y otra vez, solemos identificarnos con el guión o papel que nos asignaron de pequeños o que escogimos más adelante como más ventajoso para relacionarnos con nuestro entorno y con el mundo en general. Sin embargo, el precio pagado por definir al personaje que creemos ser ha sido desdibujar la persona que realmente somos.
Pero no hace falta ser un profesional para imaginar, reinventar, manifestar otros aspectos de nuestra personalidad arrinconados en nuestro interior y reapropiarse de ellos. Para llegar al corazón del ser. Basta con permitirse la libertad de soñar, jugar, fantasear, expresar los propios miedos y deseos en un espacio de confianza y seguridad, para romper así la jaula en la que habitualmente nos encerramos y ampliar los horizontes de los limitados guiones que nos solemos trazar.
Después de experimentar distintos grupos terapéuticos -es decir, sanadores de traumas y bloqueos-, he decidido profundizar en un estilo específico de "teatroterapia" en grupo. Quien haya recorrido un camino de investigación personal podrá a lo largo de uno o varios talleres aprender nuevos recursos para utilizarlos en campos profesionales como la terapia, la educación, la sanidad o cualquier profesión de ayuda. Quien llegue de nuevas tal vez pueda recuperar el niño que hace tiempo que no juega, la risa que enmudeció, los sueños que se marchitaron y, en cualquier caso, será capaz de poner en marcha parte de su potencial arrinconado y salir de las limitaciones que se convirtieron en creencias a base de nunca traspasarlas.
Al no ser necesario tener que obtener resultados ante un público que paga por ver un espectáculo, en un taller intensivo de teatro terapéutico aspiramos a unir la pasión en toda su espontaneidad, la lucidez a través de la introspección y la humanidad o mirada benévola. Éstos son los mejores ingredientes de cualquiera de las improvisaciones individuales y grupales que constituyen la trama del taller.
La finalidad de toda "re-presentación" sería la de aproximarse a la esencia del propio ser, después de haberse dejado actuar en diversos roles. ¿Cuántas veces es necesario "volverse a presentar" conscientemente para dejar de actuar? De "jugar" se diría en francés y en inglés, lenguas en las que los verbos jouer y to play sirven igualmente para representar un papel y para divertirse jugando a cualquier juego. Pues, ¿qué otra cosa es toda relación social desde el disfraz del ego sino un simple juego o pasatiempo? Para llegar a la esencia, al núcleo central del ser, es necesario permitirse espacios de silencio, de reflexión y toma de conciencia, de puestas en común con los demás espejos mudos de nuestra actuación. Tal vez sean estos elementos los que falten a los vociferantes personajes de los "espectáculos de realidad" (reality show escriben los periodistas introductores de anglicismos) que salen semanalmente en la televisión; acaban creyéndose los personajes que representan: avispado periodista, provocador de masas, arpía deseable, donjuán caribeño, inocente esposa engañada, perejil de todas las salsas...
Quizá no sean conscientes de su propio ridículo, ya que, cuando se cobra conciencia del mismo, es posible superarlo en pequeñas dosis sin resultar patéticos. Cualquiera es capaz de perder un cierto grado de vergüenza neurótica, cuando comprueba que todos navegamos en el mismo barco, cuando se percata de que en toda persona convive el príncipe y el bufón, el pájaro y el reptil, el niño y el rey desnudo. Cuando hemos atravesado el río y la hoguera, bañado allí y danzado aquí, cuando purificados por la risa y despojados del miedo, somos capaces de contemplarnos sin máscaras ante el espejo, capaces de mirarnos a los ojos sin velos, encontramos al fin lo que, según nos revela "La flauta mágica" de Mozart, tanto anhelábamos en secreto:

"La caricia amiga,
la sonrisa amante,
la voz que envuelve al mundo,
la música del cuerpo,
el infinito descansando
dócilmente
en la morada de un día feliz.
Ahí están todas las preguntas
y todas las respuestas
".

Alfonso Colodrón

Terapeuta gestáltico
Consultor transpersonal



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