La fuerza de la vida

A la entrada de mi consulta, sobre el muro que separa la calle del porche, ha salido un ramo espontáneo de flores multicolores. Ignoro su nombre botánico, pero cuando éramos niños las llamábamos "conejitos" porque, cuando se aprietan los dos únicos pétalos que forman su corola, parecen bocas de animalillos que se abren y se cierran. Lo más curioso es que han salido entre las grietas de cemento, en un difícil equilibrio que desafía el peso de la gravedad. Se alimentan de sol, agua de lluvia y la poca tierra que haya podido colarse entre las rendijas de los ladrillos. ¡La vida desafiando la materia inerte!
Un ejército de gigantes de hormigón -edificios de más de diez pisos- parecen avanzar en los límites urbanos para tragarse dehesas, bosques, tierras de labor y solares en barbecho. Ocurre en casi todas las ciudades del mundo, pero es especialmente visible cuando se entra a Madrid por la carretera de la Coruña. El bosque del Pardo, la Dehesa de la Villa y los árboles de la Casa de Campo parecen poner freno momentáneo al incontenible avance del asfalto. Donde éste parece haber ganado definitivamente, surgen pequeños parques y balcones reverdecidos de macetas. De vez en cuando, hileras de árboles de altas copas buscan la luz, mientras sus raíces intentan hallar sustento en las profundidades de suelos pavimentados, que cables, tuberías y canalizaciones agujerean como un queso gruyère. Aprisionados por abajo y por los lados, sobreviviendo a la contaminación, continúan recordando que la vida sigue en las circunstancias más adversas.
Hace unos meses decapitaron los plataneros de mi calle. Es la palabra más suave que puede aplicarse a esa mutilación sangrienta de una poda que se realiza cada año mecánicamente. Sucede en muchas calles y en muchos Ayuntamientos. Tras esta "operación quirúrgica", la mayoría de los árboles parecen troncos inertes que claman al cielo con sus muñones a la intemperie. Sin embargo, entre mayo y junio pujan irresistibles los nuevos brotes apiñados, que a lo largo del verano se convertirán en ramas y hojas. A principios de otoño, las nuevas copas ya han conseguido disimular la carnicería. La vida no se rinde.
El ejemplo lo sigue -y lo da- un valeroso abuelo de ochenta años que acaba de perder sus dos brazos tras ser mordido por un fiero perro guardián que saltó una verja. Cuando se le pregunta que cómo lo lleva, responde sereno: "Eso es agua pasada. En la vida hay que mirar hacia adelante", y continúa adaptándose a vivir sin brazos, pero sin dejar de disfrutar todo el resto que la vida sigue ofreciéndole. O esa madre que, con noventa años cumplidos, empieza entusiasta a aprender a leer para poder enterarse de las cartas que su hijo le envía desde Inglaterra. Como muchos abuelos que llevan a sus nietos a la escuela o al parque, son almas grandes, porque como dice el Tao Te King, "ser grande es proseguir; proseguir es ir lejos; ir lejos es retornar". Retornar a una cierta infancia, con más tiempo libre y nuevas y pequeñas ilusiones sencillas, que hacen que la vida merezca la pena ser vivida.
"Proseguir" es lo que hacen cientos de miles de saharahuis en campos de refugiados desde hace más de dos décadas. Lo extremado del clima -calor agobiante de día y frío de noche-, la precariedad del medio -un inmenso océano de arena alrededor- y las magras esperanzas de obtener su dignidad como pueblo no colonizado ni tutelado por sus vecinos no les hace perder su sonrisa y su generosa hospitalidad. Y, sobre todo, el ansia de aprender y de formarse profesionalmente. De hecho, los saharahuis tienen un índice de alfabetización y de titulación universitaria que, entre los pueblos que profesan el Islam, tal vez sólo sea superado por el de los palestinos.
Los mejores profesionales palestinos, entre ellos, intelectuales y profesores universitarios, se hallan en un exilio semiforzado por las circunstancias políticas: una tierra cada vez más exigua para una población cada vez más numerosa; un control económico, policiaco y militar cada vez más férreo por parte del Estado de Israel; la ambigüedad de Naciones Unidas, la Unión Europea y la mayoría de los países árabes, que condenan la situación, pero no toman medidas para que se cumplan las resoluciones que podrían constituir los primeros pasos hacia la paz y la convivencia. A pesar de todo, los palestinos siguen sobreviviendo entre las ruinas, haciendo acopio de alimentos -cuando pueden-, trabajando -cuando les permiten pasar los sucesivos controles-, reconstruyendo -cuando las excavadoras demoledoras de viviendas están lejos-, limpiando las calles de cascotes -si los tanque lo permiten- y, sobre todo, reproduciéndose en familias numerosas: cuando se tienen hijos se aviva la llama de la esperanza de un posible futuro mejor.
Pero el pueblo judío -que no hay que confundir con el actual Estado de Israel y el gobierno de Ariel Sharon- es un pueblo admirable de supervivientes que ha sabido mantener su identidad a través de los siglos, de exilios y de diásporas, de sucesivas colonizaciones, expulsiones, ghettos e intentos de eliminación. Los Judíos. Historia de un pueblo, de Howard Fast (Editorial La Llave) es tal vez una de las mejores historias laicas, apasionada pero desmitificadora, de un pueblo que sigue suscitando posiciones enfrentadas y extremas, que van desde la justificación -por complejo de culpa por el Holocausto- de todos los crímenes cometidos por el ejército y los servicios de inteligencia israelíes hasta el antisemitismo más descarnado.
Si palestinos e israelíes de a pie pudieran hablar de su dolor, cara a cara, al margen de la propaganda de sus ideólogos políticos y religiosos, al margen de sus élites gobernantes, tal vez se darían cuenta de que la sangre de unos y otros es del mismo color, de que la sonrisa que se apaga de un niño, ya sea israelí o palestino, musulmán, judío o cristiano, oscurece un poco más la posible felicidad de todos los niños del mundo. Tal vez tomarían conciencia de que la historia no tiene vuelta atrás, de que no importan tanto los derechos históricos, las ocasiones perdidas o quién tiró la primera piedra, como el hecho obvio y rotundo de que en el año 2002 están obligados a convivir en territorios limítrofes, y de que más vale colaborar y tener relaciones de buena vecindad que vivir aterrorizados o con el deseo de venganza royéndole a uno las entrañas.
Porque la vida sigue cuando los gobernantes se retiran, son destituidos o llevados a juicio; sigue la vida cuando mueren en un atentado o en su cama. Se pueden destruir las infraestructuras administrativas de un país, los discos informáticos que conservan los datos del censo, los títulos de propiedad de la tierra o las bibliotecas que guardan la memoria colectiva de una colectividad, pero no se puede destruir el corazón de las gentes que crearon todo ello y volverán pacientemente a reconstruirlo. Tal vez mientras el mundo mira hacia otro lado. Quizá tras años de esfuerzos y sufrimiento. Pero no hay nada más fuerte que el deseo de supervivencia y de mejora. Y la supervivencia no se consigue eliminando al vecino, sino intercambiando bienes y servicios con él, saludos y sonrisas, cortesía y amistad. El árbol mutilado no concentra su energía en derrumbarse sobre el podador, sino que acumula la fuerza de su savia en la herida para rebrotar con más brío.
La vida tiene una asombrosa capacidad de autorregularse y organizarse a sí misma. Es capaz de instalarse paradójicamente en la provisionalidad más absoluta durante años y años. La primera vez que visité un campo de refugiados fue en Tailandia, hace ya veinticinco años. Eran laosianos a los que no se permitía entrar en dicho país. Tras las alambradas, habían logrado crear pequeñas huertas, instalar mercadillos que funcionaban a pesar de su extrema pobreza y precariedad, servicios como peluquerías al aire libre o escuelas a la sombra de los grandes mangles. Vivían olvidados del resto del mundo sin posibilidad de retorno a sus espaldas ni más horizonte al frente que las púas de alambre y las garitas de los soldados. No estoy seguro de que el campo haya desaparecido hoy día e incluso temo que pueda haberse ampliado o reproducido a lo largo de otras fronteras (tal vez con birmanos huidos de la dictadura de su país).
Salvando las distancias, admiro cada día a personas que han sobrevivido al desprecio de padrastros o madrastras, a una orfandad temprana, al maltrato psicológico y físico de su pareja, a depresiones profundas causadas por el acoso laboral o a enfermedades como el cáncer o el sida. Y que siguen adelante en un esfuerzo creativo por poner más vida a la vida, por cambiar sus circunstancias, por atravesar el final de etapas dolorosas en lugar de convertirlas en túneles sin fin ni salida.
Una cierta dosis de rebeldía puede formar parte de la fuerza de la vida. El escritor argentino, Eloy León, la transformó en fantasía creadora cuando su padre le castigó a no leer ni ver películas, por haberse escapado de casa cuando tenía nueve años. En su forzado encierro, se refugió en la imaginación y, puesto que no podía leer, empezó a escribir cuentos: los cuentos que le hubiera gustado leer. Convertir la adversidad en ventaja; he ahí la sabiduría de todo ser verdaderamente vivo. Para ello hay que abrir los ojos del poeta que todos llevamos dentro. Tich Nhat Hanh, un místico comprometido del siglo XX, la expresa así en uno de sus poemas:


Un árbol se muere en mi jardín.
Ya ves,
pero también ves otros árboles
que aún son robustos y alegres...
He visto un viejo jardín abandonado,
en el que cerezos y melocotoneros
siguen floreciendo hermosamente
y siempre a tiempo.

Alfonso Colodrón



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