Gente anónima extraordinaria
Nómadas con raíces

La primera vez que vi el mar a los cuatro años fue una especie de experiencia mística. Había atravesado las montañas que lo ocultaban -Sierra Nevada- y, al amanecer, aquella inmensidad azul parecía la matriz de donde salía el sol, la luz que inauguraba cada día. Entonces, mientras algunos compañeros de colegio papaban moscas, yo empecé a "papar nubes". Esas nómadas por excelencia que con toda libertad aparecían y desaparecían por el horizonte. Sin ataduras y con la amplia visión que da la altitud; veloces o lentas cambiaban de rumbo sin dejar huellas ni tarjeta de visita. Sus raíces: el mar y los ríos evaporados, el agua condensada a la que siempre volvían. Como las olas que siempre acababan en alguna costa.
Años después entendería esa misma pasión del eterno retorno en los distintos navegantes que encontré en mis travesías de imitador de nube. Mariano, hijo de españoles, capitaneaba un barco que unía las distintas islas de Nuevas Hébridas -desde 1980 Estado independiente de Vanuatu-, con eficacia y precisión. Sobrio en palabras, mirada lejana y generosidad a flor de piel, había que arrancarle los pensamientos con sacacorchos. Disfrutaba de su trabajo, pero siempre se alegraba de volver a su mujer y a su pequeño hijo que le esperaban en el puerto. Su familia le enraizaba.
En el otro extremo del Pacífico Sur, había encontrado el año anterior a Olof, un marino noruego que se había construido una cabaña en medio de un bosque de aguacates, en el corazón de las Islas Galápagos. Había dado tres veces la vuelta al mundo en diversos barcos mercantes. Recibía revistas escandinavas y estaba al día de lo que ocurría en cada uno de los rincones que él había recorrido, gracias a una pequeña radio. El brillo de sus ojos denotaba la añoranza de viejas andanzas; sus consejos para evitar los peligros de los piratas malayos cuando llegase al Archipiélago Sulú mostraban su solidaridad con un alma gemela, joven e inexperimentada.
Gérard, joven francés de 24 años, mostraba el mismo aplomo de lobo de mar al frente de un catamarán de ocho metros de eslora. Confió en mí, como parte de la tripulación, para llevarlo de Tahití a Nueva Zelanda. Él continuaría un viaje de varios meses hasta Marsella. Se ganaba la vida devolviendo a Europa, los veleros que veraneantes hacendados dejaban en verano en la Polinesia francesa. Sus raíces eran las olas mismas que cabalgaba con gran maestría. En tierra, era torpe en los andares y hosco en las relaciones. Contaba los minutos para volver sobre las aguas.
Con más años y experiencia, en la península de Coromandel, al sur de Nueva Zelanda, habían coincidido más de un centenar de alemanes, ingleses, estadounidenses, canadienses, franceses... después de haber agotado el movimiento hippy en California, hecho la Revolución de Mayo 68 en Francia, militado en partidos ecologistas, deshecho comunas en la Ardèche francesa, dado la vuelta al mundo con la mochila a las espaldas, practicado yoga y meditado en la India..., los pioneros internacionales de la Nueva Era estaban construyendo otra forma de vivir y comunicar, de hacer y de estar, de ser. Habían abandonado el viaje externo por el viaje interior, la búsqueda hacia fuera por la profundización hacia dentro. Y en aquella época lo estaban logrando...
Pero la más extraordinaria de las nómadas anónimas que he conocido y que más influyó en mi vida fue Desirée Lieven. Los últimos cuarenta de sus noventa años los pasó en París, acogiendo en su minúsculo apartamento del Barrio latino a exiliados españoles, revolucionarios y estudiantes latinoamericanos, disidentes de la Europa del Este, bohemios, vagabundos y demás perros perdidos sin collar. Eso después de haber recorrido media Europa, desde su Rusia natal envuelta en la Revolución, pasado por los campos de concentración alemanes, combatido en la Guerra civil española y en la Resistencia francesa. Nunca cruzó "el charco", pero conocía cada rincón de América Latina gracias a su pasión por la libertad y la justicia y, durante mi periplo, me fue guiando e introduciéndome a gentes, como si hubiera vivido allí parte de su vida. Fue un gran ave nómada de inmenso corazón, enraizada por fuerza en París por falta del pasaporte que, como "apátrida", siempre le negaron.
Mi homenaje desde estas líneas a todos los pioneros de un mundo sin fronteras, que a diario se saltan los pájaros, los peces, las olas y las nubes. También, a esos nómadas anónimos que, por necesidad, arriesgan su vida en pateras para sobrevivir en tierras que aún no les acogen.

Alfonso Colodrón



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